Comentario
El enorme esfuerzo de renovación espiritual e institucional que la reforma gregoriana trajo consigo significó también, desde el punto de vista de las creencias y practicas religiosas, la definitiva escisión -anunciada desde mucho antes- de los mundos laico y clerical. Fue precisamente a partir de entonces que los términos Iglesia, eclesiástico y hombre de Iglesia se aplicaron exclusivamente a los clérigos, en tanto que la masa del "populus christianus" quedaba encuadrada en la categoría de los "pauperes". En el IV Concilio de Letrán (1215) la separación estaba plenamente asumida, y así se distinguía entre el clero secular y los religiosos (monjes, canónigos y frailes) por un lado, y los laicos por el otro.
Naturalmente la distinción establecida entre clérigos y laicos servía para resaltar la superioridad de aquellos respecto de éstos. Convertidos definitivamente en intermediarios naturales entre Dios y los hombres, los clérigos juzgaban peyorativamente a un mundo que como el laico, se definía ante todo por su trabajo físico y su vocación matrimonial. Aunque no imposible, la salvación resultaba difícil para esta categoría de hombres, hasta el punto de que, a ojos de los clérigos, decir mal cristiano era tanto como decir laico (more vivere laicorum).
Aunque durante la Alta Edad Media los milites habían seguido integrándose en la categoría laical, a partir del siglo XI esta denominación quedó reservada exclusivamente al último de los órdenes sociales, que a pesar de sus enormes y crecientes diferencias internas siguió enjuiciándose como básicamente uniforme. Ajena a las formas privilegiadas de perfeccionamiento y salvación de clérigos, monjes y guerreros, la masa del pueblo cristiano desarrollaría durante los siglos centrales del Medievo, en parte por sí misma, en parte por el magisterio eclesiástico, vías propias de piedad que se identificarían hasta casi nuestros días con la esencia misma del cristianismo europeo.